miércoles, 21 de octubre de 2020

EL RELOJ

 

 



El reloj


Hoy hace siete días exactamente, paseando por delante de una relojería caí en la cuenta de que mi padre nunca había llevado reloj, sus muñecas lucían desnudas desde que tengo memoria. Entonces me pareció buena idea ofrecerle uno como regalo. Él rechazó rápidamente la idea con cara de espanto y entre miradas nerviosas me hizo seguirle hasta una oficina postal donde poseía un buzón privado del que nunca me había hablado. De allí cogió un manojo amarillento de cartas y un objeto envuelto en un pañuelo. Me llevó a un apartado café y me contó la historia que voy a referir a continuación.

“Tenía un amigo que vivía en la ciudad, aunque siempre había deseado vivir en el campo. El ajetreo y los horarios le provocaban serios problemas de estrés e insomnio. Su oportunidad de cambiar de vida llegó con la carta de un bufete de abogados. Una tía abuela suya había muerto sin descendencia y tras mucho buscar, el albacea había dado con su único heredero. A mi amigo, quien desconocía la existencia de dicha pariente, le dejaba la casa familiar y el terreno aledaño.

Aquel día, yo mismo le acompañé a firmar de conformidad con la parte recibida y no cabía en sí de alegría. Le apenaba dejar a los viejos amigos atrás, además de algún antiguo amor, pero prometió escribir todos los días, tal era nuestra relación. Sin duda estaba convencido de que el aire del campo le haría bien a sus afectados nervios.

Le acompañé a la estación de tren y me despedí, sin saberlo, para siempre de él. Jamás volvería a verlo con vida.

Las primeras noticias de su estancia en la finca no se hicieron esperar:

 

Buenos tardes desde el paraíso:

Te escribo recién llegado a la casa de mi tía, ¡que ahora es mía, aún no me lo puedo creer! El viaje ha sido largo, pero ha merecido la pena. La casa es de principios de siglo y está algo descuidada, aunque mi tía lo tenía todo preparado y dejó un pequeño fondo de dinero para arreglarla. Mañana mismo vienen los albañiles a poner a punto algunos desperfectos de la fachada y otras obras menores que surgen aquí y allá.

Por lo demás es fantástica. Está situada en una finca de tres hectáreas con un lago y multitud de árboles. Tiene dos plantas amplias y un desván, creo que también tenía un sótano, pero está tapiado. Muchos de los muebles están carcomidos, aunque quizá pueda aprovechar alguno; me gusta el aire antiguo que le dan a mi nuevo hogar. Estoy deseando que cojas vacaciones para venir a verme y pases unos días aquí, te va a encantar. El tiempo en esta zona es más suave debido a la cercanía de las montañas.

Hay un pueblito a pocos kilómetros y la gente, aunque desconfía de los forasteros, estoy seguro de que será muy amable en cuanto me presente. Creo que a mi tía la querían mucho. Hoy cuando le he explicado al taxista el lugar al que me dirigía se ha santiguado, creo que en memoria de mi tía. Pensé en tratar de entablar conversación con él para que me contara más cosas acerca de la propiedad, pero luego decidí que mi primera visita al terreno debía de ser una sorpresa. Tampoco salió ninguna palabra de su boca durante el breve trayecto, debo haber dado con el único taxista al que no le gusta hablar.

En fin, te tengo que dejar que se hace de noche y he de recoger algo de leña para la chimenea pues, aunque estemos en marzo, aquí aún refresca cuando cae el sol y no te voy a engañar, estoy deseando estrenarla y cenar junto al fuego.

Un abrazo.

Parecía que la nueva etapa de mi amigo comenzaba de la mejor manera que cabía esperar. Siempre había sido un muchacho taciturno y enfermizo. Sus ataques de nervios le jugaban malas pasadas y a menudo la ansiedad le tenía sometido y débil. Tampoco es difícil de entender si se tiene en cuenta que sus padres murieron siendo él un niño. Los macabros detalles de su muerte siempre los ha guardado para sí. Yo había escuchado que su madre tuvo un accidente y su padre se quitó la vida. Desde entonces vivió con una familia de acogida que, aunque siempre le trataron correctamente, no supieron darle el afecto que necesitaba.

Era la primera vez en mucho tiempo que le veía tan feliz. De verdad que me alegraba por él. Creo que el mayor problema de mi amigo siempre fue no saber mantenerse en ese estado emocional por mucho tiempo, acostumbrado a vivir apesadumbrado, no sabía ser feliz; si no existía motivo para estar triste, él parecía buscarlo. Yo me encontraba esperanzado de que aquello fuese debido únicamente a sus circunstancias y realmente creía que aquel cambio de aires obraría también uno en su carácter.

La correspondencia entre nosotros era diaria.

 

Buenos días

Esta casa es magnífica, cuanto más investiga uno más tesoros encuentra en sus rincones. He encontrado la biblioteca personal de mi abuelo, éste fue su hogar antes de mudarse a la ciudad. Fue un afamado relojero y las estanterías están repletas de libros sobre relojería, platería y joyas. Seguro que puedo aprender mucho de mi familia investigando estos volúmenes.

Sin duda el aire del campo y la recuperación de mi pasado me están sentando bien. Esta noche he dormido de un tirón hasta escuchar el sonido lejano de un reloj. Su tañido me despertó a las siete de la mañana. En cualquier caso, una hora que normalmente me coge dando vueltas en la cama, por lo que me encuentro muy descansado.

Al levantarme he explorado el caserón en busca de aquel reloj, que no he escuchado sin embargo durante el día, y no he encontrado ni rastro de él. Me gustaría restaurarlo y ponerlo junto a la chimenea en recuerdo de mi abuelo. Quizá no sea mala idea retomar el oficio familiar. Si avanzo en mis estudios prometo regalarte mi primer reloj.

Un abrazo afectuoso.

 

Yo estaba entusiasmado con las buenas noticias de mi amigo, parecía haberse olvidado de sus males y nuevas aficiones habían logrado despertar su interés. Sin duda alguna lo que necesitaba era reconciliarse con su pasado. Quizá como muchas familias del país entonces.

Tras varios días en los que me comentaba sus avances en el minucioso arte de la relojería, aprecié un cambio progresivo en él, sutil al principio, pero innegable. Noté como su humor recaía de nuevo y volvían a destemplarse sus nervios.

Tampoco dejaba de referirme el extraño episodio del reloj que lo despertaba por las noches, siempre a la misma hora; sin embargo, aquel oculto aparato no emitía un solo sonido durante el día. Me contó que cierta noche, trató de mantenerse despierto esperando oír la campana del reloj para así localizar al culpable de sus desvelos. Mas, llegada la hora, esta vez no sonó. En cambio, aseguraba que volvió a escuchar claramente el tañido cuando los primeros rayos del día le cogieron dormido. Yo temía que quizá se estaba obsesionando con el asunto y sin dudar de su palabra, creía que tal vez incluso soñaba con ello.

Su última carta me llenó de inquietud.

 

Querido amigo

En vano he buscado por toda la casa el demoníaco objeto de mi desvelo. Ayer mismo aprovechando el material dejado por los albañiles en el patio, me hice con una marra y destrocé a mazazos la tapia levantada ante la puerta del sótano. Ya no podía estar en ningún otro lugar aquella maldita máquina, pues había registrado hasta el último rincón de la casa. Allí encontré los restos del antiguo taller de mi abuelo. Cientos de piezas de relojería y algunas herramientas y muebles, nada más. Todo comido por el óxido y prácticamente inservible para algo más que para su exposición en un museo. Este hallazgo me hubiera supuesto una gran alegría de no ser por la lapidaria persecución de aquel tañido martillando mi cabeza. Me encuentre en el lugar que sea la sensación es siempre la misma, aquella campana, siempre situada a la misma distancia, llamando a la locura en mi cabeza. Insistente, infatigable.

Como sabes, en dos días es mi cumpleaños y he pensado visitar el pueblo, quizá dormir en una pensión y alejarme un par de noches del caserón; temo coger aversión a la vieja casa familiar por culpa de este extraño suceso. Tal vez si consigo descansar sea capaz de ver las cosas de otra manera y hallar la solución al problema. Me haría mucha ilusión que me acompañaras, sé que es egoísta pedirte esto porque estás ocupado, pero creo que tu compañía me daría la fuerza que necesito para seguir con este proyecto.

Por cierto, ahora que voy a entregar esta carta, el mensajero me informa de que tengo recado para recoger un envío de mi familia de acogida, seguro que con motivo de mi cumpleaños. Tal vez mañana mismo me acerque a la oficina postal y así me aparte un poco de mi viciada obsesión. Espero tu respuesta.

Un abrazo.

 

Viendo el estado de ánimo de mi amigo no demoré mi respuesta. En dos días cogería el tren hacia allí. Al día siguiente hablé con el encargado de la librería donde trabajaba y argumentando la enfermedad de un pariente cercano solicité permiso para ausentarme. Por supuesto me lo concedieron deseando la pronta recuperación de mi familiar. Ojalá me hubiera marchado aquella misma tarde, aunque dudo que adelantar mi visita hubiese solucionado su problema.

Esa misma madrugada me despertó el teléfono. En el auricular la voz nerviosa de mi amigo rogaba urgentemente que fuera a verle, tenía algo muy importante que contarme. Sus palabras se atropellaban y en aquel momento no entendí nada, sólo pude comprender que estaba teniendo un ataque de ansiedad y temí que pudiera cometer alguna locura. No podía esperar al tren. Fui a casa de los abuelos y sin pedir permiso ni perder el tiempo con explicaciones cogí el coche del abuelo y me dirigí hacia el pueblo donde se hallaba mi amigo.

Por el camino tuve tiempo de pensar en el sin sentido que me había contado por teléfono. Me había hablado del paquete recibido, dijo que contenía una carta de su padre que debía haber enviado mucho tiempo atrás. Me dijo que ahora entendía todo y que se estaba volviendo loco. Me dio las señas de su hostal y antes de colgar me hizo una extraña pregunta.

—¿No lo oyes? ¿Acaso tú no lo escuchas, querido amigo? Incluso mientras hablo contigo puedo oír su terrible martilleo…ya está aquí, hoy hace siete días. Es mi aniversario, viene a por mí. Date prisa por favor, ven pronto.

Llegué al pueblo amaneciendo, unas pocas horas después de aquella llamada. Iba a preguntar por la dirección del hostal cuando un barullo de gente que se agolpaba en torno a una placita llamó mi atención. No quería creer lo que podía significar aquello y me acerqué con infinito temor al lugar.

Aparté un par de personas para llegar y lo vi. Allí tirado, en el adoquinado sembrado de cristales procedentes de la ventana por la que se había arrojado, se encontraba mi amigo. En su mano derecha llevaba una carta, firmada por su padre, pero no el de acogida como en un principio pensé cuando hablamos por teléfono, se trataba de su padre biológico. Después supe que la carta había llegado hacía poco a su familia de acogida quien se la reenvió a mi amigo. Al parecer estuvo perdida en una oficina de correos durante años hasta que un conocido de la familia destinado allí reconoció el nombre del destinatario. Ésta es la carta.

Hijo mío,

Siento dejarte así, sólo en este mundo, pero yo no puedo aguardar muerte tan terrible como la que me espera. Tengo la esperanza de que la maldición que persigue a nuestra familia acabe con mi muerte. De no ser así, huye hijo mío. Antes de cumplir mi edad, escapa. Vete lo más lejos que puedas donde el tiempo no te atrape. Porque a nuestro tiempo le puso límite la soberbia de tu abuelo.

Como ya sabrás, tu abuelo fue un afamado relojero proveniente de una familia rica que siempre se codeó con lo más granado de la sociedad. Al terminar la guerra conservó su posición delatando amigos y conocidos que disintieran de los rebeldes. Su lado siempre fue el de los ganadores y en una guerra los ganadores siempre están del lado de las armas.

Nunca tuve una buena relación con tu abuelo, era arisco y autoritario, poco dado al cariño. Pero en sus últimos días de vida fue de lo más cuidadoso conmigo, incluso a veces me abrazaba y sollozaba en silencio. Entonces no lo sabía, pero se sentía culpable por la desdicha que acababa de arrojar sobre sus descendientes. Las últimas noches se las pasó despierto y en un enfermizo estado de nervios.

Una madrugada le pregunté por qué no podía dormir. Me contó que la semana anterior se presentó una mañana en la relojería un hombre desastrado. Llevaba un raído uniforme de guerra sin color ni insignias bajo una ajada capa negruzca cuyo capuz le ocultaba el rostro. Con mano temblorosa y enguantada puso sobre el mostrador un viejo y sucio reloj de bolsillo. Al mirarlo de cerca el abuelo quedó sorprendido, se trataba de una pieza finamente trabajada fabricada en oro con incrustaciones de piedras preciosas. El bisel representaba una serpiente que se mordía la cola.

El abuelo miró con asombro a aquel vagabundo y éste con una voz profunda y rasgada le pidió que lo reparase, pues sus agujas estaban detenidas. El soberbio relojero le dijo que no se lo repararía, pues dudaba que tuviese el dinero necesario para pagarlo, y más aún, que no pensaba devolvérselo pues estaba convencido de que aquel reloj se lo había robado a algún honrado ciudadano. Así que le dio la opción de marcharse sin el reloj y sin formar alboroto o de esperar allí a que llegase la policía y les diese cuenta a ellos de su procedencia.

Entonces el desastrado hombre cogió al relojero por la muñeca y con extraordinaria fuerza le llevó la mano hasta su cara. Así pudo comprobar cómo las manillas del reloj comenzaron a correr fluidamente en sentido anti horario. Ante el demudado rostro del abuelo, el vagabundo vestido de soldado comenzó a hablar:

—Los que no tienen tiempo de ayudar están condenados a perderlo buscando ayuda.

Después se descubrió la cabeza revelando un rostro terrible y anti natura como el cadáver de un niño. La muerte detenida, lo llamó tu abuelo.

—Desde ahora y hasta que se extinga, tu estirpe será presa del tiempo que tú no has querido compartir y no vivirán más allá de lo que tú lo has hecho. Cuando oigas el séptimo tañido del reloj sabrás que tu hora ha llegado, vendré a buscarte y tu vida alimentará la mía.

En aquel momento cerró su mano sobre la del abuelo y el reloj se fundió en la carne del relojero, anclando de este modo la maldición a su sangre. A nuestra sangre.

Aquella madrugada yo me quedé dormido mientras tu abuelo me contaba esa historia y otros delirios. Me despertaron los gritos desgarradores de mi madre cuando encontró el cuerpo desangrado tirado en el suelo.

Igual que se llevó a mi padre, el demonio del tiempo viene hoy a por mí, hijo, oigo el tañido de sus garras llamando en mi cabeza. Es la séptima llamada y no voy a dejar que me atrape. Huye hijo mío, no dejes que el tiempo te atrape. Mi hora ha llegado.

Te quiero.

Atenazado por el miedo, me agaché llorando junto al cadáver de mi amigo. En su mano izquierda reposaba el reloj descrito por su padre en la carta. Tenía el cristal roto y las agujas detenidas en el tiempo. Con el pañuelo de su solapa recogí el reloj y lo guardé en mi bolsillo. Después doblé la carta para guardarla y en la parte posterior encontré garabateada una dirección. Era la letra de mi amigo.

Luego vino el dolor, como un golpe sordo, realmente lo quería como a un hermano. No podía imaginar el terror que tuvo que pasar antes de arrojarse al vacío.

Después del entierro, volví a la ciudad y me dirigí a la dirección indicada en el anverso de la carta. Allí me abrió la puerta una mujer embarazada…”

Entonces mi padre detuvo su relato y me cogió de la mano.

—Esto es lo que me resulta más difícil de contarte. Para mí siempre serás mi hijo y estaré a tu lado hasta el final como no pude estarlo al suyo. Pensé que si no te lo contaba, tal vez a ti no te ocurriese nada, pasase de largo, pero no puedo ocultarte esto por más tiempo.

—¿Qué ocurre papá? ¿quién era esa mujer?

—Esa mujer era tu madre. Yo sólo cumplí con los últimos deseos de mi amigo. Te he criado como si fueras de mi propia carne, pero has de saber que en realidad tu sangre es la del relojero. Esto es tuyo.

Yo no quería creerme lo que me estaba contando. No hacía más que repasar las cartas intentando encajar las piezas en mi cabeza mientras negaba en silencio aquel disparate. Entonces dejó el bulto envuelto en el pañuelo frente a mí. Cuando lo desenvolví sostuve en mis manos el reloj de oro cuyo aro simulaba una serpiente mordiéndose la cola. Lo miré como quien se asoma a un abismo infinito. Entonces las agujas del reloj comenzaron a correr fluidamente en sentido anti horario.

Hoy hace siete días exactamente. Son las siete de la madrugada y el tañido de un horrible reloj se mantiene vibrando en el aire, resonando en lo más hondo de mi alma.

Mi hora ha llegado.




Jerga Aciago

miércoles, 30 de agosto de 2017

14 árboles








14 árboles



Y todos los Vigilantes temblarán y serán castigados en lugares secretos                   
 y todas las extremidades de la tierra se resquebrajarán y el temor                
y un gran temblor se apoderarán de ellos hasta los confines de la tierra                   
El Libro de ‘Enoc 1:5               

Siempre he sido una persona curiosa, si algo me genera dudas tengo que buscar de inmediato la respuesta. En cierto sentido es como tener sed, una carencia que necesito satisfacer. No siempre encuentro una respuesta y a menudo no es la que espero. En una ocasión esta sed casi termina por ahogarme.

Leyendo uno de los cuentos de Edgar Allan Poe me surgieron algunas dudas, como a menudo me suele ocurrir, acerca de ciertas palabras y nombres extraños y fantásticos que salpican los textos del genio de Boston. Es común que una consulta me lleve a otra y acabe perdido entre búsquedas interminables de conceptos, corrientes de pensamiento, historias increíbles y misterios.

Normalmente, cuando me canso y me empiezan a picar los ojos, cierro los libros, apago el ordenador y me acuesto. Pero esta historia me obsesionó al momento, pues los datos me llevaban azarosamente hacia otros descubrimientos que parecieran inconexos en un principio, pero que llamaban poderosamente mi atención. Como si se tratase de pistas, se me fueron revelando una serie de coincidencias que me llevaban innegablemente hacia algún lugar, por algún motivo. ¡Ay, si hubiera sabido entonces lo que sé ahora!

El protagonista de mis pesquisas en este caso fue Behemot, una bestia fantástica nombrada en algunos libros de la cultura judía, ligado a los orígenes del ser humano según la fe hebrea. Se ha relacionado a este ser con algunos animales existentes en la zona septentrional de África, como los elefantes, búfalos de agua o el hipopótamo; del mismo modo que el leviatán se asocia con el cocodrilo, animales todos ellos frecuentes en las inmediaciones del Nilo y el suroeste asiático. Se cree que estos pudieron inspirar aquellas bestias en la imaginación de los autores bíblicos.

Este ser me condujo hasta Enoc, un personaje mencionado en algunos libros de la biblia y autor de un texto catalogado por la iglesia de apócrifo en el cual se nombra a esta criatura. Existen varios Enoc en la historia bíblica, se cree que éste al que nos referimos era el nieto de Noé, el del diluvio. Me impresionó saber que la historia del diluvio ya fue descrita en la epopeya mesopotámica de Gilgamesh, fechada en el segundo milenio antes de Cristo. Tan lejos se remontan las piezas de este enigma.

Pues bien, en el libro de Enoc, aquella criatura es referida del siguiente modo:

Y en ese día se separarán dos monstruos, una hembra llamada Leviatán, que morará en el abismo sobre donde manan las aguas, y un macho llamado Behemot, y ocupará con sus pechos un desierto inmenso llamado Dandain.

Parece ser que estas bestias son dos caras de un todo, símbolo quizá de la región que habitaron los hijos de Adán.

Intrigado por la historia de aquel libro decidí buscarlo. Benditos estos tiempos donde si algo puede ser nombrado, también tecleado y por tanto localizado. Al momento tenía ante mis ojos, en la pantalla de mi ordenador, las palabras impresas que aquel hombre escribiera milenios atrás y que narran, según él mismo, cómo fue testigo privilegiado de algunos de los más representativos hechos celestiales de la historia de los hombres: la rebelión y caída de los vigilantes, más conocidos como ángeles. Se trata de un escrito de la tradición judía e incluido en los libros apocalípticos.

Al poco de empezar a leer el texto, un dato llamó mi atención. Parece que el autor nos prepara para algo y enumera una serie de evidencias que pretenden poner de manifiesto la mano divina tras algunos de los hechos más comunes en la naturaleza. Sin entender muy bien por qué, despertó mi curiosidad este fragmento:

Observad y ved cómo todos los árboles se secan y cae todo su follaje; excepto catorce árboles cuyo follaje permanece y esperan con todas sus hojas viejas hasta que vengan nuevas…

En concreto la cifra. En la cultura hebrea los números tienen una especial relevancia en cuanto a que suelen tener una lectura más profunda. Digamos que hay una creencia en la intencionalidad de los autores de dejar un mensaje más allá del mensaje, imbuidos quizá por una inspiración divina que se sirve de ellos para encriptar secretos que han de ser revelados en el momento adecuado, a la espera de que otro ser tocado por la intuición celestial manifieste dicho mensaje al mundo.

Por supuesto yo no creía en nada de esto, pero como lector curioso y escritor en búsqueda constante de material con el que alimentar mis textos, rápidamente me interesé por este detalle. En un principio achaqué la exageradamente baja cifra de árboles al limitado conocimiento en materia de botánica de la época. Al fin y al cabo, aún les quedaba mucho mundo por descubrir (o tal vez no) a aquellas primeras civilizaciones y el mundo que conoces es en definitiva el que existe para ti. Por tanto, no me extrañaba que para aquella cultura incipiente el número de árboles o especies de hoja perenne se redujera a catorce.

Aunque soy un gran aficionado, no soy experto en temas de flora y lo primero que hice fue buscar cuántos árboles de hoja perenne se conocen en la actualidad. La lista es interminable. Seguidamente busqué tratados antiguos de botánica e intenté hallar vanamente la cantidad de árboles conocidos en aquella época en las culturas mediterráneas, y después las especies existentes en las regiones de Mesopotamia y Egipto. Se podrá apreciar que soy muy serio y metódico a la hora de perder el tiempo buscando informaciones inútiles.

Finalmente hice una búsqueda con lo más obvio y por lo que debería haber empezado. Introduje en mi buscador “14 árboles”. Aproximadamente 558.000 resultados (0,45 segundos) fue la respuesta inmediata de mi pantalla.

Comencé a repasar minuciosamente aquella extensa lista de resultados hasta que en un lento parpadeo mis ojos tardaron más de lo normal en abrirse y comprendí que iba siendo hora de dar un descanso a aquel aparato y a mi cerebro también.

Sin cerrar el navegador apagué el ordenador y cuando la pantalla se fundía a negro, el enunciado de una entrada allí listada se quedó luciendo en mi memoria visual. No sé por qué en concreto ése, quizá mis ojos se tropezaron sin querer en el último momento con aquellas palabras o puede que mi abotargado cerebro hubiera cedido el control a mi subconsciente, capaz de encontrar relaciones más profundas y que se escapan a la mente analítica. No lo sé. La cuestión es que en un instante me encontraba encendiendo de nuevo el ordenador y repitiendo la búsqueda.

Escribí algunas anotaciones en mi libreta y me fui a la cama. Al día siguiente seguiría con mis investigaciones por aquel camino. Puedo obsesionarme mucho con una cosa, pero cuando el sueño llama a mi puerta no sé negarle la entrada.

Aquella noche soñé con la nada. Un desierto frío y azul y un cielo rojizo sin sol, sin nubes, sin luz. El aire era frío, pero la arena quemaba y de ella manaban vapores de azufre que me provocaban arcadas. En el suelo se abría un círculo enmarcado por unos signos grabados a fuego sobre la arena fundida, eran catorce letras borrosas e indescifrables para mí. En medio de aquel corro emergía un pozo de aguas negras. La superficie era lisa y templada como la de un cristal y sobre ella se reflejaba una luna gibosa y verde que carecía de su réplica real en el firmamento. Como si a través de las aguas se me revelase un secreto imposible de vislumbrar de otro modo. Me asomé entonces a aquel pozo de negrura y las aguas se alzaron hacia mí como una columna de obsidiana, sin emitir un sólo ruido, ni mellar ondulación alguna la tersa composición de aquel estanque detenido en el tiempo. Y observé.

No puedo decir que viera nada, porque los sentidos son la barrera limitante del conocimiento y aquello no se podía concebir con el entendimiento sino con el alma. Entonces soñé una voz y mi consciencia se quebró, se partieron mis huesos y mi cuerpo estalló deshaciéndose en una tormenta de moléculas, desapareciendo todo lo que soy. Una sensación de vértigo, vacío y soledad me invadió y desperté de golpe sintiendo cómo un terror frío mordía los músculos de mi cuerpo empapado en sudor.

El alba derramaba su fría luz a través de la ventana. Mi mujer dormía serena junto a mí, con su vientre abultado pegado a mi cuerpo. Aquel era el temor que me punzaba más hondo. Algo había cambiado en mí. Supe entonces que la vida tal y como la conocemos tocaba a su fin. Y yo tenía ahora la capacidad de verlo e intentaría salvar al menos la parte de mi mundo que más quería.

Aquel día mis sentidos estaban más afinados para encontrar las señales que, sin duda, eran cada vez más claras. No sé cómo explicarlo, pero para mí era evidente que una inteligencia superior y natural estaba gritando su mensaje y el mundo carecía de oídos para captarlo. El universo había dado la alarma y yo parecía ser el único en oír la llamada.

Esa semana fue terrible para mí. Me sentía zarandeado, mareado por la vibración que había entrado en resonancia con mi ser y me aturdía la cabeza, apenas pudiendo prestar atención a nada más. Cada vez estaba más claro y no podía mirar para otro lado. Día a día el final estaba más cerca. La radio, la televisión, los periódicos, internet y las conversaciones en la calle. Todos tenían ante sí la verdad y parecían ignorarla. Bastaba con echar un vistazo a las noticias del día:

Un incendio arrasa la selva del amazonas. Los pobladores nativos del pulmón de la tierra, rendidos al fin ante la ambición de la economía global, deciden hacer la guerra a las máquinas que arrasan su hogar prendiéndole fuego al bosque entero. Cientos de puntos comenzaron a arder al mismo tiempo y el fuego es imparable. El conocimiento que tienen de la selva los indios, envenenados de odio y tristeza, es inmenso tanto para su cuidado como para su destrucción. Es la peor tragedia ecológica de la humanidad. La nube de humo está llegando a Asia.

El bosque milenario de Hambach en Alemania, quizá el más antiguo de Europa con doce milenios a su espalda, está siendo talado con fines mineros en busca de lignito.

Una extraña enfermedad asola el bosque mediterráneo y ya son más de 50 especies las que sin previo aviso se marchitan en una oleada vírica para la que no se encuentra cura.

Un insecto que se coló en un vuelo comercial ha acabado con el real jardín botánico de Kew en Londres, la plaga de este arácnido microscópico ha comenzado a extenderse por los campos londinenses.

Un loco practica certeros cortes con la precisión de un cirujano en los árboles de Central Park a consecuencia de los cuales y sin remedio alguno, los ejemplares afectados se secan a los pocos días. Al jardinero loco, como le llama la prensa estadounidense, le han salido varios imitadores por todo el país.

Las abejas de toda Europa están sucumbiendo ante un hongo que ataca las colmenas cuya propagación por el aire hace muy difícil su erradicación. En consecuencia, miles de especies están quedando sin polinizar y se augura el año con menor índice de floración mundial de la historia.

Mi mujer observaba con preocupación cómo me consumía día a día, mientras la dejaba sola con los preparativos del parto. La noche que ella daba a luz, yo archivaba en mi fichero el raro caso de un bosque de coníferas cuyo comportamiento parecía tornarse semejante al de árboles caducifolios, perdiendo sus hojas en otoño para recuperarlas en primavera. El biólogo noruego que databa el suceso ponía de manifiesto que se trataba de una readaptación de la flora al clima cambiante.

Siempre he sido un egoísta, más por descuido de los demás que por exceso de cuidado conmigo mismo. Ensimismado, hundido en mi mundo, suelo olvidar los problemas de los demás. Pero juro que esta vez nada me preocupaba más que los que me rodeaban. Todos mis actos fueron encaminados a procurar la supervivencia de mis seres queridos.

Tras dar a luz, una pequeña molestia respiratoria que afectaba a mi mujer se vio acentuada, poniendo en peligro su salud. Fue entonces cuando aproveché la ocasión para convencerla, sin causar mayor alarma, de marcharnos al norte donde el aire fresco de la montaña favorecería el alivio de dicha dolencia.

Es aquí donde retomé las investigaciones que de un modo u otro habían alterado mi sensibilidad al problema que se nos venía encima. Sabía que no podía convencer al mundo entero de que la vida se acababa, tampoco quería, pero al menos trataría de salvar mi pequeña porción de vida. Por ese motivo nos mudamos. Si no estaba equivocado, aquél podía ser el único lugar seguro para mi familia.

En este tiempo me había informado del lugar al que habíamos de llegar para supuestamente pasar una larga temporada de retiro. Perdido en las montañas vascas se encuentra el pequeño pueblo de Arméniz, entre cuyos bienes turísticos tiene en su haber un balneario de pretendidas aguas curativas, excusa perfecta para justificar la elección del destino. No podía ser de otra manera siendo el patrón del pueblo San Juan Bautista. Al parecer un caudal de templadas aguas subterráneas nutre las termas.

A mí el pueblo en sí no me interesaba. Pero era el punto más cercano al lugar señalado por el buscador de internet. La búsqueda que hiciera aquella noche febril que parecía perderse ya en las nieblas de mi cabeza me llevaba hasta allí. A pocos kilómetros del pueblo, en un valle rodeado por siete montes, se alzaba un circo de catorce árboles rodeando un pequeño lago formado por un manantial de agua no potable, debido a su contenido en sulfatos, lugar que parecía haberse convertido en un apreciado merendero para los senderistas y peregrinos que cruzaban las montañas. Por ese motivo lo encontré entre la interminable lista de resultados del buscador aquel día.

Aquél y no otro era mi objetivo.

Después del nítido sueño que tuve la noche en que experimenté la revelación, volví a leer el libro de Enoc. Esta vez no aparecían ante mí letras que uniéndose formaran palabras cuyo conjunto diera lugar a frases. La segunda vez que leí el libro de Enoc no vi palabras, contemplé imágenes. Vi éste lugar. Asistí a la reunión de los vigilantes que describe el autor. Comprendí el mensaje. Escuché la llamada.

“Todos pierden sus hojas excepto catorce árboles” se refiere a una predicción apocalíptica, no al número de árboles de hoja perenne. Está citando una de las señales innegables de que se acerca el juicio final: se caerán todas las hojas exceptuando las de aquellos catorce árboles que marcan el único punto seguro en la tierra. El sitio donde tendrá lugar la redención.

Aquel otoño en el que incluso los bosques de hoja perenne estaban perdiendo su manto, era el momento señalado. El tiempo de los hombres tocaba a su fin.

Pero tenía que asegurarme de que el lugar escogido era el correcto. ¿Por qué aquel punto tan poco transcendental y no otro en toda la Tierra? ¿Qué posibilidad había de que hubiera yo encontrado el sitial donde se sentarían los jueces que habían de juzgar a la humanidad? Así pues, me puse a investigar sobre aquel sitio.

Arméniz fue fundado a finales del siglo XI por un señor feudal sin apenas recursos al que le fue concedido aquel terreno baldío tras regresar de la primera santa cruzada de la que, según fuentes escritas, no salió muy bien parado. El noble volvió solo, caminando desde tierra santa sin aceptar montura ni ayuda de nadie en el viaje. No salió una sola palabra de su boca ni mantuvo conversación alguna durante su largo periplo. Cargó todo el camino con un bulto a su espalda por el cual arriesgó incluso su vida, pues, según cuentan los documentos de la época, en él se hallaba el perdón para su alma.

Hasta aquí nada fuera de lo común si pensamos en la clase de fanáticos que emprendían las mal llamadas guerras santas y volvían con el seso trastocado. Pero la historia de Guillermo de Arméniz se dio en contar en los libros de la época por otro motivo.

El noble volvió solo de tierra santa tras ser herido en la batalla, habiendo quedado ciego y mudo, hecho que se considera en los escritos eclesiásticos del lugar como milagroso. Según dicen las historias de los clérigos, una santa reliquia a la que el noble prometió dar digno responso fue la que guio sus pasos hasta el lugar donde habían de ser enterrados los restos sagrados. Posteriormente plantaría catorce semillas del que a partir de entonces sería el emblema de su casa, el quejigo, en torno a la sagrada tumba. De dichos huesos sacros no se conservan los restos, tan solo la leyenda.

Hasta aquí lo que pude averiguar antes de visitar el pueblo en cuestión. Una vez nos asentamos allí pude descubrir algunos datos más de boca de los paisanos y sobre todo de los viejos documentos hallados en su pequeña iglesia románica, así como en el archivo histórico del ayuntamiento.

La primera piedra de la aldea fue plantada en el año 1099. No existe rastro del apellido Arméniz anterior a éste hecho. En las villas y señoríos vecinos, sin embargo, se aseguraba que el pretendido señor no era tal, sino el sirviente de algún caballero muerto en batalla que a cambio de poseer tierras y nombre, entregó su vista al dueño de aquellos supuestos restos sagrados que portaba, quien le guio en su viaje de regreso al que iba a ser el hogar de ambos.

La promesa del caballero no acababa aquí. En un listado de libros y autores ajusticiados por la santa inquisición encontré un tal Rolando Iluna que ardió en la hoguera acusado de herejía tras poner por escrito algunas leyendas del momento, una de las cuales aseguraba que el señor de Arméniz no era mudo, sino que no podía pronunciar palabra bajo amenaza del advenimiento de una bestia que traería en su aliento la muerte.

El desafortunado Rolando contaba que la voz del noble poseía la maldita facultad de conjurar a un ser inmenso y fatal que cubriría la tierra con el erial de su vientre sembrando enfermedad, guerra, hambre y sequía. No pude evitar recordar al Behemot por el cual empezaron mis investigaciones. Según Rolando Iluna, Guillermo de Arméniz habría acarreado desde Jerusalén con los restos de lo que en el libro de Enoc se conoce como vigilante: un ángel.

Cuanto más averiguaba más se entretejían los datos que había recopilado durante todas aquellas semanas.

Cabía la posibilidad entonces de que allí estuvieran enterrados los restos de un ser celestial y esto hacía del lugar el escenario apropiado para el juicio final. En cualquier caso, de lo que no cabía duda es de que algo me llevaba expresamente hacia allí.

Con la intención de conocer más a fondo su historia y presentar mis respetos a don Guillermo de Arméniz, busqué el lugar de su sepultura, pero no hallé tumba alguna. Tampoco fechas que me aclarasen cuándo nació o murió dicho personaje.

Desde el despacho de turismo provincial me contaron que la tumba se suponía en la torre del noble que fue arrasada en las guerras carlistas, cuando los aposentos del fundador del pueblo fueron usados como polvorín. En cuanto a las fechas, me ofreció una estimación que bailaba cerca de un cuarto de siglo arriba o abajo respecto a su nacimiento y no había consenso ni datos oficiales en relación al origen del noble ni a su fallecimiento. También me dejó caer que, aunque se considerase histórico, no dejaba de ser un personaje de leyenda.

Siguiendo la pista de las guerras carlistas encontré escritos del diario de un combatiente de la zona, Mikel Zahínos, que se refiere al lugar que nos ocupa como laguna muerta, debido a que no se da vida en el interior del manantial negro y según cuentan las gentes del pueblo, los animales y personas que bebían de estas aguas morían cayendo a su interior y desapareciendo para siempre.

Atendiendo a los garabateos de Zahínos, la laguna muerta fue testigo de una trifulca entre carlistas, quienes tenían en el torreón de Arméniz su polvorín, e isabelinos. Al parecer éstos últimos batieron en retirada a los primeros tras hacer saltar por los aires la torre con todo su arsenal. Entre las filas carlistas se encontraba ese día el tal Mikel, quien herido de un perdigonazo cayó al pie de la laguna, allí cita que fue testigo de una revelación, pues entre las aguas negras, cuenta, se le presentó la virgen envuelta en un halo verdoso, quien lo escondió de la vista de los isabelinos que pasaron de largo acribillando el resto de los huidos.

Esta historia no fue admitida por las fuentes oficiales de la época quienes dan en contar que el soldado Zahínos se ocultó cobardemente bajo el agua y cuando pasaron los del bando contrario se unió a ellos en la matanza de sus propios compañeros, motivo por el cual se inventaría la historia. Precisamente por ello fue indultado por el alcalde de entonces, quien además señalaba cierta “debilidad mental” en el individuo.

Hubo otra historia de guerra que me sobrecogió, pues según cuenta en su libro sobre la guerra civil un historiador de la zona, laguna muerta era el lugar de fusilamiento habitual durante aquellos años de terror. Citando testimonios locales, cuenta que se situaba a los condenados de cara a la laguna y una vez muertos se les dejaba flotando allí, no tardando en corromperse sus cuerpos debido a la composición del agua, haciendo del fondo del lago negro una fosa común.

En la hemeroteca del pueblo encontré recortes de la prensa en los que el nombre de Arméniz había paseado por las imprentas de todo el país. Había más pena que gloria en aquellas menciones.

Tristemente famoso fue en los diarios de la época franquista el caso del hombre del saco de Arméniz. En 1956 la guardia civil abatía a tiros en el llano de laguna muerta a Vitorino Arreitia de 48 años, porquero y natural de Arméniz. El porquero era buscado por ser el sospechoso de la desaparición de ocho pequeños del pueblo. Niños y niñas que desaparecían de sus hogares para no volver jamás. Nunca se encontraron los cuerpos, pero en la pocilga de Arreitia situada en el llano de la laguna se hallaron restos de las ropas de los críos. Los agentes llegaron a tiempo de rematar al desgraciado Vitorino, quien ya había sido encontrado por una turba de vecinos encabezada por los progenitores de las víctimas y al que apenas le quedaba un halo de vida, ni miembro en su sitio.

En aquel momento no quise o no pude ver la relación entre aquellos actos grotescos e infames y el lugar. Hoy soy víctima y testigo de ello, pero entonces no supe que el mal era efectivamente llamado a aquel punto de la geografía. Y existía un motivo.

Una mañana me desperté con la convicción de que el día había llegado. En mi delirio estaba convencido de que tenía que llevar a mi mujer y mi hija a aquel lugar sagrado porque el mundo se nos iba a venir encima.

Con la excusa de hacer una excursión familiar me las llevé al llano de laguna muerta. Se podía acceder hasta allí a través de una carretera comarcal que desembocaba en un camino de tierra, el cual era transitable en vehículo sólo hasta la mitad. Había que ascender el último trecho andando.

Yo llevaba a nuestra hija en una mochila sobre el pecho quien, al traqueteo de mis apresuradas pisadas, aprovechó para echar una siesta. Mi mujer caminaba tras nosotros levantando constantemente quejas acerca del ritmo que la obligaba a mantener.

En todo momento traté de mostrar serenidad para no asustarlas. Parecía que con la pequeña había funcionado, sin embargo, mi mujer cada vez estaba más extrañada de mi comportamiento y me seguía con cierto recelo. Yo argumentaba que sólo quería pasar un día de campo en familia y que me habían hablado de un lugar magnífico que quería enseñarles donde podríamos ver una lluvia de hojas cayendo de los árboles.

Excepto catorce árboles cuyo follaje permanece.

Tras la última colina, el llano se abrió ante nosotros. En medio de aquel valle sumido de lleno en el ocre del otoño, un círculo de árboles ofensivamente verdes. Ya no oía a mi mujer pidiéndome descansar un momento. Mi mirada se aferró a aquel corro de árboles y mis pasos me condujeron firmes hacia él.

Cuando crucé el circo de árboles se hizo el silencio. En medio de aquel corro una pequeña laguna negra desprendía un ligero olor a huevos podridos. Su superficie era tersa como la de un espejo y algo me llamaba desde su interior. En apenas diez pasos estuve junto a la orilla, abstraído de toda realidad que no fuese la profunda negrura de sus aguas.

Una pequeña mano resbalando por mi cara reclamó mi atención. Cuando miré hacia abajo descubrí que mi hija había despertado y lloraba amargamente, aunque apenas podía escuchar el eco lejano de su llanto. Del mismo modo, oí como si estuviera a kilómetros de distancia los gritos de mi mujer que avanzaba corriendo hacia allí. Las lágrimas resbalaban por su rostro y traía el gesto compungido. Me pedía que parara.

Ahora me doy cuenta de la locura que estuve a punto de cometer. No era consciente de lo que hacía pues mi consciencia había sido raptada y mis actos sólo obedecían a la llamada de la laguna negra.

Estaba a punto de arrojarme al agua cuando un vestigio de cordura me hizo actuar de aquella manera. Solté los broches que sujetaban a mi hija contra mi pecho y la dejé caer sobre la hierba de la orilla mientras mis pies me llevaban irrevocablemente hacia las aguas.

En un momento me encontraba en el centro de la laguna, en pie sobre su sólida superficie. De pronto un sonido o un temblor, como si una cuerda del diámetro terrestre hubiera sido pulsada, sacudió el mundo entero con una violencia indecible. El suelo se fundió bajo mis pies, que se hundieron en el agua. Y caí.

Caí dentro de aquellas aguas negras que se abrieron para devorarme. En un momento estaba suspendido en el vacío y al siguiente un frío helador me abrazaba atravesando mis músculos con mil agujas. Estaba sumergido en las profundidades oscuras de la laguna. Abrí los ojos y sentí como me ardían al contacto con el líquido. 

Aquella conjunción de malestares hizo que despertase del trance y cobrase consciencia de mi situación. Me encontraba en la más cerrada tiniebla sin referencias de mi posición dentro de aquel caldero de aguas negras que era inmensamente más vasto allí abajo que la parte que asomaba a la superficie. Tenía los ojos abiertos y no veía absolutamente nada. Me invadió la ansiedad y un terror inenarrable recorrió mi columna como un latigazo. Me disponía a comenzar el ascenso hacia donde suponía se hallaba la superficie cuando un resplandor verdoso surgió del fondo abriéndose paso a través de la densa penumbra.

Fijé mi vista allí y lo que contemplé aún hoy me quita el sueño. Una inmensa y fulgurante luna verde se abría en el fondo del pantano, iluminándolo pobremente. Éste se hallaba sembrado de cadáveres cuyos cuerpos se mecían como un bosque de algas marinas movidas al unísono por la marea. Sobre la franja de luz verde, un trono de raíces sostenía encadenado a un cadavérico anciano cuyo escaso cabello se extendía flotando hasta perderse en los confines de la oscuridad.

El anciano alzó su mirada de cuencas vacías hacia mí y contemplé su gesto de mandíbulas apretadas, conteniendo el grito. Apenas era huesos y pellejo asomando como una siniestra tortuga a través de una oxidada armadura donde aún se distinguía el emblema de un quejigo. En un leve movimiento trató de liberar las manos de su asidero y después bajó la cabeza con resignación hacia su pecho.

En aquel momento tras el respaldo nudoso de raíces asomaron unas manos blancas y delicadas. De allí emergió una bellísima criatura de piel fina y completamente lisa como el marfil, sin pliegues ni prominencias, de cabeza redonda y sin un solo rasgo facial salvo sus ojos, que clavaron sobre mí una mirada de abismos negros que se hundían hasta el infinito en aquel ser de luz. A su espalda se desplegaron dos inmensos apéndices que parecían las velas rotas de un barco naufragado. Me señaló con un larguísimo dedo y batió sus alas despegando del suelo una oleada de cieno y avanzando veloz hacia mí.

En el mismo instante la inmensa franja verdosa se movió barriendo el fondo y se hizo más estrecha dirigiendo su luz hacia donde yo me encontraba. ¡Era un ojo colosal! Y me estaba mirando. A juzgar por el tamaño de aquella pupila cetrina, el ser al que pertenecía debía ser kilométrico. Sentí que las entrañas tenebrosas de la tierra me miraban.

El poco aire que quedaba en mis pulmones escapó de mi cuerpo en burbujas que me señalaron el camino hacia la superficie. Nadé con todas mis fuerzas hacia allí hasta sentir cómo me ardía el pecho.

Ya había tragado la primera bocanada de agua cuando sentí una mano que se aferraba firmemente a mi camisa y al momento era escupido a la orilla. Tras recibir un fuerte golpe en la espalda vomité una buena cantidad de agua negra y cuando sentí que el aire volvía a entrar en mis pulmones, me tumbé sobre el suelo.

Al volverme, una cara atolondrada me recibió con una sonrisa desigual de dientes torcidos. Un sombrero de paja daba sombra a una mirada tras la que no parecía haber mucha actividad.

—¿Dónde está mi hija? —pregunté alarmado mientras buscaba con la mirada. Empezaba a comprender lo que había estado a punto de hacer.

Aquel tipo se encogió de hombros y tras limpiarse la baba con el dorso de la mano pronunció una retahíla que me costó entender.

S`habrá  marchau. Yo m`acercau pues oirr gritar y ruido. Si no t`echo mano pues acaba allá al fondo con losequeleto. Soy Kepa —dijo ladeando la cabeza.

—Sí, gracias —respondí yo tratando de descifrar sus palabras.

Aquel individuo iba vestido con un pantalón de agua arremetido dentro de los calcetines, llevaba una caña al hombro cuyo cebo era una ardilla muerta y no me quitaba ojo de encima mientras sorbía cada poco los mocos que caían de su nariz.

De pronto unos pasos interrumpieron el extraño momento. Un guardia civil me cogió por los hombros y tras preguntarme si estaba bien y confirmar mi identidad, me pidió que le acompañara.

—No llevárselo, que es bueno —protestaba el extraño pescador apenado.

—Sacad a éste de aquí, haced el favor —dijo el agente de más gradación señalando a mi singular salvador.

—Hala Zahínos, vete a pescar ángeles a otro lado —dijo el subordinado con sorna mientras se lo llevaba.

Yo miré sorprendido al pescador quien me sonrió enseñando una hilera de dientes torcidos y cruzó un dedo ante su boca en señal de silencio.

Tras pasar un par de noches en el calabozo los agentes me contaron que mi mujer y mi hija estaban bien, pero que no gracias a mí. Al poco firmé los papeles del divorcio y ahora tengo que ver a una psiquiatra una vez por semana para poder optar a hacer visitas a la niña.  

No he vuelto a poner un pie en aquel pueblo del demonio, aunque lo visito cada noche en sueños.

Seguí tratando de explicarme qué había pasado en aquel lugar. En mi desesperación por encontrar respuesta me desplacé hasta una extraña librería esotérica, especializada en ocultismo, situada en Barcelona. Allí consulté multitud de libros y con la ayuda de la anciana librera descubrí algunas cosas que no me atrevo a decir si arrojan más luz o sombras sobre el asunto.

Lo cierto es que conseguí un ejemplar del citado libro de Rolando Iluna, de quien me dijo la anciana que fue un afamado místico y alquimista del siglo XIII y me puso sobre la pista de un texto de anotaciones sobre otra obra suya de la que no quedó ningún ejemplar, in tenebris. En dicha obra se enumeraban algunas de las criaturas que moran las tinieblas.

Entre otras bestias hablaba sobre el Behemot, el cual dice, se halla sumido en un estado de letargo bajo la tierra a la espera de oír la voz de su amo para desatar la devastación más absoluta en el reino de los hombres. El amo de esta criatura carece de rostro y por tanto de boca. Mediante promesas y engaños acerca de la capacidad de conferir riquezas y fama al que la porte, entregó su voz a un ser humano a cambio de sus ojos; quien tras conocer la facultad destructiva de ésta optó por enmudecer.

El genio maligno mantiene con vida al portador de su voz, ante cuya vista hace desfilar los peores crímenes de la humanidad para que pierda la fe y en un grito desgarrador despierte a la bestia que ha de acabar con el mundo.

El dueño de la bestia no es otro que el vigilante del que habla Enoc. El ángel caído cuyos restos portó Guillermo de Arméniz desde tierra santa trayendo consigo la maldición eterna. Rolando Iluna cuenta que son 14 las letras que conforman el nombre del ángel caído.

Yo fui uno de los llamados por este ser y en mi locura estuve a punto de cometer un acto atroz. No eludo mi responsabilidad.

La psiquiatra me ha dicho que debo escribir todo lo que creo que ocurrió para así leerlo y convencerme de lo irreal del asunto. Piensa que, igual que hiciera Mikel Zahínos, me invento una historia extraordinaria para poder continuar con mi vida libre de culpa.

  Pase lo que pase, mi vida ya nunca volverá a ser igual. No sé si el tiempo del que habla Enoc ha llegado aún o si realmente me estoy volviendo loco, pero esta mañana volvía a despertarme con una noticia que parece repetir como un eco el mismo mensaje cada día: Un informe de las Naciones Unidas advierte de que el avance del desierto es ya irrevocable.

El Behemot ya está aquí.


Jerga Aciago